miércoles, 3 de enero de 2018

LOS SONIDOS DE LA NOCHE


«Decision», Lesley Oldaker (2013)

LOS SONIDOS DE LA NOCHE

Cuando llegué a Grisalla, venía de un lugar donde jamás llueve, donde en verano el suelo ardiente quema a través de la suela de las sandalias. Y llegué precisamente un día antes de la gran nevada.

Aquellos inviernos tan fríos y obscuros. El escozor ardiente en la nariz y las orejas, y en los dedos de los pies y las manos. Las paredes de casa húmedas, rezumantes. Recuerdo aquellas noches de sábanas heladas, bajo el peso aplastante de las mantas rústicas y con el viento glacial que llegaba hasta mi cabeza desde la calle a través de una grieta en la pared.

El suelo mugriento de las calles del barrio. Las miradas ausentes, cabizbajas, de los transeúntes. La procesión en silencio, al ritmo del monótono de las máquinas, desde la tristeza del hogar en camino hacia la angustia de la fábrica.

El colegio terrible. Los pequeños hacinados, sin patio, sin luz en las aulas. La atmósfera densa, gelatinosa. La violencia, presente en cada instante, de los adultos contra los menores y entre los mismos compañeros. Insultos, humillaciones, suplicios mezquinos, golpes.

Y en una primavera de aquella infancia me desperté en medio del silencio de la noche y oí, —traído por una brisa suave y templada— el sonido de la sirena lejana de un tren en marcha.

¡Oh! En un instante de vigilia nocturna, como en un ensueño, intuir paisajes, árboles, bosques, montañas, llanos, puestas de sol, amaneceres, cielos abiertos, ciudades, aldeas, granjas, nuevos horizontes, otros mundos, otras gentes… Un instante de esperanza. La promesa de un mañana luminoso y feliz.

Lo recuerdo en esta madrugada de insomnio, rodeado de todas las comodidades, cuando a través del aire estancado me llega un zumbido que se surge desde las calles de Grisalla, desde su subsuelo, desde sus barrios periféricos, desde sus entrañas, y que se esparce mas allá de sus límites, a lo largo de las nervaduras de asfalto que la atraviesan y la rodean, para atravesar los terrenos baldíos que se extienden hasta la próxima ciudad crepuscular.

Un zumbido casi inaudible, pero que proviene de todas partes, que me penetra, que se convierte en bramido, sin principio ni fin, que ruge, aprisionado en un bucle, que ruge dentro de mi mente.
El sonido de un mundo triste, sin futuro, en ruinas, sin esperanza, en marcha siempre hacia la nada… sin alcanzarla jamás.



Sin embargo, que ese sea nuestro destino no tiene mucha importancia. ¿Acaso fracasar no es la esencia de la condición humana?


jueves, 3 de marzo de 2016

UN DÍA DE GLORIA


Equipo de fútbol infantil hacia 1950 en Villamanín, León (foto de Miguel Bayón Cabos)


UN DÍA DE GLORIA

Ahora, cuando mi futuro inmediato es incierto —aunque se intuya con claridad su conclusión—, hago balance de mi vida.

Entre tantos proyectos malogrados y tantas metas ni siquiera vislumbradas, aparece un día de gloria, único. Fue cuando tenía catorce años. Vivíamos en un pueblo perdido entre las montañas. Mi familia había alquilado unas habitaciones destartaladas a las que se entraba por la cocina. Comprendí que no me iba a ser posible invitar a ningún muchacho.

Al poco de llegar, escuché en la escuela que nos llamaban los forasteros. Ese fue desde entonces nuestro nombre. Mi padre parecía ignorarlo, inmerso en el mundo de las máquinas, en su trabajo. Sin duda, mi madre sí que debía percibir esa hostilidad, pero era toda silencio.

El domingo, en la iglesia, nadie compartía nuestro banco. Me convertí en un muchacho huraño y busqué refugio en los bosques. Y, en mi interior, hacía responsable a mi padre de toda aquella tristeza.

Así pasó un curso, llegó el buen tiempo y se fueron abriendo las casas señoriales del gran paseo de pueblo. En algunas las casas se instalaron familias de veraneantes. Se oían nuevas voces de jóvenes y por las calles corrían grupos de niños desconocidos.

Vivíamos en una casucha. No me había atrevido a invitar a ningún muchacho —ya lo he dicho—, pero lo cierto es que tampoco nadie habría aceptado visitarme. Para los del pueblo era un forastero más, para los forasteros, alguien de otra clase; para todos ellos un extraño que hablaba otra lengua.

Y de todas maneras para qué. La única vida que me importaba ya era la vida al aire libre: en los bosques espesos, umbríos; solo, caminando sin rumbo fijo.

Aún así, frecuentaba el campo de fútbol. Me toleraban: siempre hace falta gente para llegar a once o para tener un reserva al menos. Pero, desde luego, siempre con los forasteros.

Aquel día, durante la primera parte, jugó un chico francés. Ninguno contaba con él. Cuando conseguía el balón, tampoco contaba con nadie, avanzaba hacia la portería regateando hasta acabar acorralado en la esquina del córner y perder la pelota rodeado de defensas.
                
Esos cuarenta y cinco minutos fueron como el sumario de mi vida hasta entonces: rechazo, impotencia, rencor…

Pero tan mal lo hizo el francés que, a pesar de todos sus argumentos, al llegar la media parte lo enviaron al banquillo. Al fin tendría una oportunidad. Corrí como ninguno. Si nadie contaba conmigo, yo estaría al lado de todos, esperando un rebote, un pase perdido, un error… como un perro triste que esperase una migaja caída de la boca de los otros.

No faltaría mucho para que acabara el partido cuando mi equipo, en un contragolpe afortunado, avanzaba con ventaja hacia la portería contraria. La jugada era clara. Rubios, esbeltos, bien equipados, en tres toques se plantaron en el terreno contrario. Sus hermanas y amigas los animaban desde la banda. Yo corría en paralelo a su jugada, solo, ignorado. Uno de ellos chutó desde el centro mismo del área. Recuerdo el salto inútil del portero, su gesto de impotencia, como en una imagen congelada. El balón golpeó el travesaño y rebotó de nuevo hacia el campo. Recuerdo la parábola descrita. Perfecta.

Sé que me arrojé en plancha, justo con la forma soñada en tantos momentos de ilusión, con los ojos abiertos en los bancos desgastados de la escuela en tardes lluviosas y monótonas de invierno, con los ojos entornados tumbado sobre la cama en tardes agridulces de domingo, soñada verdaderamente en noches heladas de invierno.

Como un verdadero delantero centro: el cuerpo en paralelo al suelo, los brazos abiertos como las alas de un pájaro, la frente en alto buscando el balón, justo a ras del suelo.

El impacto del balón. El balón muerto en el fondo de la red. El portero medio incorporado con toda la tristeza del mundo en su mirada. Los latidos atronadores de mi corazón. Vítores.

Cuatro a tres. El partido finalizaba con sus ataques desesperados desbaratándose contra nuestra firmeza. Alguien recordó que era la primera vez en dos generaciones que ganaba el equipo de los veraneantes. Nos sentíamos inmersos en una plenitud irrepetible.

Otras veces, durante mi vida, esperé que el azar me ofreciera una migaja caída de la boca de los poderosos. Nunca he vuelto a tener tanta suerte.

viernes, 26 de febrero de 2016

LA CASA DEL MUERTO



«Un loco» (circa 1810), Francisco de Goya


LA CASA DEL MUERTO

Las noches de verano, de madrugada, se oían los gritos de la madre. Insultos, reproches, meros bramidos… Una disputa antigua, un conflicto de familia enquistado desde alguna herencia desafortunada, una conflagración demasiado intensa para ser un simple enfrentamiento entre vecinos.

La casa parecía la causa del problema. «¡La barraca, la barraca, hijadeputa, la barraca, ahora quiere la barraca», chillaba y el viento llevaba su voz hasta los confines del barrio. 

Pero… ¿qué barraca?

Primero murió el padre. Un gigante viejo y silencioso al que había visto algunas noches, deslizándose, pegado a las fachadas de las casas. Murió… o desapareció, ¿quién sabe? En todo caso, la madre, libre de las obligaciones domésticas, empezó a frecuentar la calle. Desencadenada su locuacidad, desparramaba sus reivindicaciones entre los transeúntes que la esquivaban sin mirarla siquiera al rostro.

Fue entonces cuando el hijo, triste y bovino, empezó a volver tarde a casa, de madrugada, ebrio, vacilante.

Un día nos dimos cuenta de que también había desaparecido la madre, pero el hijo siguió volviendo de madrugada, ya totalmente borracho, tropezando con los árboles, cayendo de bruces, en silencio.

Nunca había sido gran cosa, le conocía de vista desde que éramos adolescentes. Las muchachas del Centro comentaban entre risas  sus mil y una rarezas, pero sólo recuerdo de forma imprecisa como explicaban que sus enormes bocadillos estaban rellenos de un revoltillo inverosímil de restos. 

Jamás oí su voz.

La casa es insólita, algo así como una excrecencia surgida en un costado del edificio principal, un primer piso minúsculo con entrada por un patio extraño, como un patio de luces que colindara con la calle. El resto del edificio siempre me ha parecido deshabitado aunque aún ahora, a veces, de noche, se filtra una luz ténue por las rendijas de algunas persianas. La puerta principal, siempre cerrada, tiene marcas de fuego y humo que nadie se ha preocupado en eliminar desde que alcanza mi recuerdo.

Un día, una ambulancia y tres o cuatro coches de policía se estacionaron ante la casa. En el barrio se dijo que lo habían encontrado muerto. Sí, hacía días que había observado un enjambre de moscas entrando y saliendo por la ventana abierta de su habitación, lo había intuido.

La casa permanece abandonada y desde la calle, por la ventana abierta, se ve una bombilla sin lámpara colgando del techo. Solitaria.